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La transformación vivida por la sociedad llama a la puerta de la Constitución
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La transformación vivida por la sociedad llama a la puerta de la Constitución

jueves 05 de diciembre de 2019, 21:23h
Es cierto que las normas que marcan la coexistencia social no son inamovibles. Y bueno es que así sea y así se entienda. No pasa en ningún sistema, ni democrático ni mucho menos totalitario. La última experiencia histórica en España fue la del régimen, en el que Franco “Consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia” –así rezaba la ley- promulgó “los Principios Generales o Fundamentales del Movimiento” en los que literalmente se decía ”Los principios contenidos en la presente Promulgación, síntesis de los que inspiran las Leyes fundamentales refrendadas por la Nación en seis de julio de mil novecientos cuarenta y siete, son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”. Y, a la vista está: ni permanentes ni inalterables, ni inalterados.
En la actualidad, cuando se celebra el cuadragésimo primer aniversario de la Carta Magna, el panorama político, económico, sociológico, tecnológico, cultural o, simplemente vital, dista mucho del que existía en 1978. Ello demanda una revisión pausada y consensuada de ese marco. El problema es que, en lo político, la aparición de las nuevas formaciones de viejas ideologías, más dogmáticas y con ganas de mandar, ha escorado la vida política hacia los extremos, con los neocomunistas por un lado y los ultras de la derecha por el otro. Y ello en un contexto donde la crisis económica y la reordenación de la geopolítica internacional han impulsado este fenómeno a la par que la exaltación de lo local, de los viejos nacionalismos.

Consecuencia de ello es el cuestionamiento de uno de los pilares del marco constitucional: La organización territorial. Unos piden el reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos, otros recentralización y los terceros, los nacionalistas, claman independencia. Es como si la organización en Comunidades Autónomas fuera uno de los males que azotan al país. En ese escenario, las Comunidades, todas sin distinción, gobierne quien gobierne, reclaman más fondos para garantizar un adecuado funcionamiento del sistema que nos hemos dado y más capacidad de gestión (transferencias), en distinto grado según los territorios.

Lo cierto y verdad es que nunca antes pueblos y provincias se habían desarrollado con tanta fuerza en tan poco tiempo, ni la administración había sido ni tan cercana, ni tan transparente, ni tan accesible. Todas las Autonomías que habían nacido como administrativas (salvo cuatro) se convirtieron en Autonomías políticas con la responsabilidad de gestionar los principales servicios públicos del Estado Social. El año pasado gestionaron 182.800 millones de euros (datos en términos de contabilidad nacional de 2018), equivalentes al 15,21% de la riqueza nacional). El gobierno central por su parte gastó 229.300 millones de euros (19,07% del PIB). A eso se suman los 172.600 millones que pagó la Seguridad Social (14,36% del PIB). El cuadro se completa con los 70.200 millones que gestionaron las entidades locales (5,9% del PIB). Como cualquier grupo, empresa, colectivo u organización, la gestión presenta disfunciones, cuando no malas praxis, que terminan pagando los ciudadanos. Pero eso es algo que no invalida el sistema, sino destaca su cualidad de perfeccionable.

Dicho de otra manera, el sector público gestiona un gasto equivalente al 54,54% del Producto Interior Bruto. La administración periférica (municipios, provincias y Comunidades Autónomas) gestiona más fondos que la central. Y, desde el punto de vista económico, el sistema presenta desajustes entre las necesidades a cubrir y los fondos disponibles, algo que se ha dejado sentir con fuerza durante la gran recesión. Para gestionar ese 54,54% las administraciones (el Estado) ha ido adquiriendo con los años una deuda equivalente al 97,6% del PIB (2018). En 2007, antes del estallido de la gran crisis, era del 35,8% del PIB. Uno de los dos cambios que se ha hecho en la Carta Magna ha sido para garantizar a los que tenían que prestar el dinero, que, en caso de problemas, serían los primeros en cobrar. Eso fue en 2011, cuando se incluyó además el concepto de estabilidad presupuestaria. La otra gran reforma fue la de 1992 en pleno proceso hacia la Unión Europea al colisionar el tratado de Maastricht que suscribió España con el artículo 13.2 de la Constitución.

Si esto es lo vivido desde la perspectiva de la Hacienda Pública, el sistema económico ha sufrido una gran transformación en los últimos años, marcado por el desarrollo tecnológico, la globalización y los cambios en los sistemas de producción, en la organización del trabajo, en las finanzas, en la distribución y el consumo. Esas profundas transformaciones también apuntan a una necesidad de unas adaptaciones del título VII de nuestra Carta Magna, el que regula la Economía y la Hacienda o en aquellos estatutos o leyes orgánicas que los regulan.

Son cuestiones todas que afectan además a los derechos ciudadanos y a los principios rectores de la política social y económica, que también precisa de una actualización.

En ese escenario hay quien pide más impuestos, otros menos. Unos blindar derechos, otros que se incorporen otros nuevos, otros que los que hay adquieran el relieve que les dio el constituyente y estén dotados de recursos para ser una realidad. Y hay quien, de paso, pide la reforma del Senado (el título III de la Constitución se dedica a las Cortes Generales) o incluso la conversión del Estado en una república (El título II se dedica a la Corona).

El debate está abierto. Pero parece improbable que se aborde en su conjunto. Da la impresión de que se avanza hacia cambios en la legislación de segundo nivel ante la aparición de partidos extremos por la izquierda y por la derecha, que han destemplado aún más el clima político, y ante las necesidades de gobernación o los intereses de este o aquel partido, de este o aquel gobernante.

A día de hoy, lo evidente es que es preciso ahondar en un cambio del modelo económico, capaz de ser más sostenible y de generar empleo. Y que esa transformación afecta al sistema fiscal español, desde los impuestos al trabajo que hacen las personas a través de las cotizaciones sociales (no al que hace las máquinas) a grabar y dificultar la economía especulativa (que representa ya el 60% de la actividad económica) a favor de la economía productiva. Que es necesario abordar la esencia y salir de la dialéctica fácil y paupérrima de ricos-pobres. Es algo que afecta al modelo de Seguridad Social, más allá de buscar nichos de contribuyentes para salvar las urgencias del sistema (que los autónomos paguen según ingresos para que puedan cobrar los pensionistas actuales, que el diésel por contaminar). La experiencia demuestra (véase el comportamiento histórico de la regulación del IVA), que las figuras tributarias vienen para quedarse y para crecer en función de las necesidades de recaudación y no de las de redistribución.

La experiencia demuestra también, que la organización territorial ha funcionado y que hay que seguir avanzando, corregir desajustes y resolver los problemas de algunos territorios. Las posibles reformas de la Constitución sea cual sea el título que se toque nos competen a todos los españoles, no a un grupo ideológico o territorial.
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